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A cien años de la Semana Trágica

1909: Barcelona en llamas

Cristina Mas, 8 de septiembre de 2009




Entre el 26 y el 31 de julio de 1909 los obreros de Barcelona protagonizaron una revuelta contra la
guerra colonial y contra la iglesia. El episodio que la burguesía llamó «Semana Trágica» se cerró con
una represión brutal, pero demostró el potencial del proletariado e hizo tambalear el régimen de la
monarquía de Alfonso XIII, que quedó tocada de muerte. Cien años después, cuando aún pervive la
lectura escandalizada por la quema de conventos, recordamos el movimiento revolucionario, precedente
al de julio del 36.

En 1909 las condiciones de vida
en los barrios de trabajadores eran
dramáticas: 60% de analfabetismo,
jornadas laborales de más de 12
horas, sueldos de miseria que contrastaban
con una inflación galopante
por las políticas arancelarias de
protección de una industria
obsoleta. El coste mínimo de supervivencia
de una familia era de 112
pesetas mensuales y el salario medio
era de 4 pesetas al día. Unos
20.000 niños trabajaban, sobre todo
en el textil. Pese a la dura represión,
el movimiento obrero intentaba
abrirse camino desde finales del
siglo XIX, con la creación de los primeros
sindicatos. En 1902 se produjo
la primera huelga general en
Barcelona, que se prolongó una
semana y acabó con la mayoría de
las nacientes organizaciones de trabajadores
clausuradas. Dos años
más tarde nacía Solidaridad Obrera,
el primer intento de unificar diversos
sectores en una central sindical.

En mayo de 1909, contaba
con más de 15.000 afiliados en
Barcelona y cercanías. En su interior,
bajo la influencia de la revolución
rusa de 1905, sectores del
anarquismo evolucionaban desde
la vieja estrategia bakuninista de
la acción ejemplar hacia la apuesta
por un movimiento de masas
revolucionario. También el PSOE
y la UGT jugaban un papel dentro
de la Solidaridad, pero su política
de rechazo a la huelga general,
tildándola de aventurerismo anarquista,
y su obcecación por potenciar
las instituciones gubernamentales
de reforma social para
conseguir mejoras económicas
provocaron una profunda crisis en
sus filas.

En 1909 el Partido Radical de
Lerroux tenía una gran influencia
sobre la clase trabajadora y ganó
con mayoría absoluta las elecciones
en Barcelona. Su objetivo era
crear un partido que limitase el peso
del catalanismo y a la vez apartase
al movimiento obrero de cualquier
proyecto revolucionario. Fue precisamente
Lerroux quién fundó la primera
Casa del Pueblo en Barcelona
y creó las primeras redes de
beneficiencia y protección social para
los sectores más empobrecidos.

En este contexto, la monarquía
se embarcó en una nueva aventura
colonial en Marruecos. Después
de la pérdida, en 1898, de las últimas
colonias americanas, que había
herido el orgullo de los militares,
la burguesía española (y sobre todo
la catalana, con una industria que
dependía en gran medida de las exportaciones
a los mercados protegidos
coloniales) necesitaba hacerse
un espacio. El empresario Eusebi
Güell, asociado al conde de
Romanones, tenía un complejo minero
cerca de Melilla. El tercer socio,
el marqués de Comillas, era
además el amo de la Transatlántica,
la compañía que se encargaría de
transportar las tropas desde la península
hasta Marruecos. Los embarques
se hacían en Barcelona.

Para frenar las aspiraciones de
Alemania y Gran Bretaña, Francia
había acordado con la monarquía
española repartirse Marruecos en
dos zonas de influencia. Contra el
dominio colonial surgió un movimiento
de resistencia y el gobierno,
presidido por el conservador
Antonio Maura (que caería debido a
la Semana Trágica y con él el
decimonónico sistema de turno de
partidos), decidió el inicio de la guerra
cuando el 9 de julio los rifeños
atacaron las minas españolas.

El gobierno movilizó inmediatamente
a los reservistas, que eran
básicamente obreros, en muchos
casos cabezas de familia. Los burgueses
se libraban de ir a la guerra
pagando una redención de 1.500
pesetas o enviando un «sustituto».
Con la experiencia de los muertos y
mutilados del 98, era evidente que
se volvía a derramar sangre obrera
para defender los intereses de los
privilegiados.

El domingo 18 de julio embarcaban
en Barcelona los primeros regimientos
formados por reservistas.
Sus mujeres encendieron la llama de
la revuelta indignadas cuando,
como era costumbre, numerosas
mujeres burguesas se acercaron al
puerto para despedir a los soldados
y entregarles tabaco, estampitas y
escapularios. Durante toda la tarde
las trabajadoras protagonizaron
manifestaciones por el centro de la
ciudad, que serían duramente reprimidas.
El mismo día, el II Congreso
de la Federación Socialista de
Catalunya aprobaba una campaña
contra la guerra.

Enseguida comenzó a circular entre
las organizaciones obreras la idea
de una huelga general para parar la
guerra imperialista. El martes llegaron
noticias de la muerte de los primeros
reservistas en Marruecos,
que calentaron más el ambiente. Al
día siguiente, un mitin de los socialistas
en Terrassa, con más de 4.000
obreros, aprobó una resolución para
la convocatoria de la huelga general.
Finalmente la UGT acabó convocándola
en todo el estado para el
2 de agosto. Pero todo se aceleró el
sábado, al saberse la muerte de 26
soldados a manos de los rifeños. La
respuesta era inaplazable y Solidaridad
Obrera lanzó la convocatoria
para el lunes 26. El comité central
de huelga estaba formado por un socialista,
un sindicalista y un anarquista.La huelga fue ratificada por una
asamblea de delegados de fábrica
de toda la comarca.

Huelga general e
insurrección

La huelga tuvo un seguimiento
masivo y paralizó Barcelona. Las
mujeres fueron las más activas en
los piquetes. Sólo hubo
enfrentamientos destacables para
parar los tranvías, que el gobierno
intentó sin éxito mantener en funcionamiento.
En las principales poblaciones
catalanas como Sabadell,
Terrassa, Granollers, Vilanova,
Sitges, Mataró, Manresa la huelga
también fue unánime.

Los trabajadores asaltaron cuarteles
y se enfrentaron con la Guardia
Civil y la policía. Algunos presos
políticos fueron liberados de las comisarías.
Se cortaron las líneas de
ferrocarril y se levantaron barricadas
en toda la ciudad. Soldados y
policías se negaban a reprimir a los
manifestantes. El gobierno obligó a
dimitir al gobernador civil, Ossorio
que no quería utilizar el ejército por
temor a que confraternizara con los
trabajadores.

En algunas ciudades del área metropolitana
se constituyeron Juntas
Revolucionarias que sustituyeron a
los ayuntamientos, pero en Barcelona
no se llegó a generar un doble
poder. El comité central de huelga
quedó desbordado: había previsto
una movilización pacífica para obligar
al gobierno
a atajar la
guerra y se
encontraba
al frente de
una insurrección
obrera
que las instituciones
no
podían sofocar.

Tampoco
los
anarcosindicalistas
tenían un
p r o g r a m a
claro, convencidos
de
que el gobierno
caería
simplemente por el hecho de alargar
la huelga. De hecho fueron los
propios trabajadores quién decidieron
continuar la huelga el martes:
el comité ni siquiera se pronunció.

En lugar de tomar el poder en
Barcelona y extender el movimiento
al conjunto del Estado, Solidaridad
Obrera y el comité de huelga
llamaron a la puerta de los partidos
republicanos, tanto de los radicales
como de los catalanistas para
que proclamasen la república y tomasen
la dirección política del movimiento.

Como explicará Andreu
Nin en un artículo publicado en
1933, «los obreros barceloneses,
sin una organización o
un partido político que
les orientara, se vieron
desamparados y concentraron
su furor en los
conventos y las iglesias,
personificación tangible,
a sus ojos, de la reacción.

La organización
obrera, después de haber
declarado la huelga
general, creía haber
cumplido ya con su misión.

Ahora, según ella,
eran los partidos republicanos
los que debían
entrar en acción y canalizar
el movimiento en el sentido
de la lucha decisiva contra la monarquía.
Pero en vano los delegados
del comité de huelga, único organismo
directivo del movimiento,
visitaron a los líderes republicanos
para solicitarles se pusieran al frente
de la insurrección. Unos habían
desaparecido, otros se escondían
en el desván, otros se los echaban
de encima a cajas destempladas.

A la hora de las responsabilidades,
todos se volvían atrás». Tampoco
llegó la extensión del movimiento en
el resto del Estado. El gobierno presentó
los hechos de Barcelona
como una revuelta separatista y la
lucha quedó aislada.

La quema de conventos

Sin una dirección política, el movimiento
se tiró a la quema de iglesias,
conventos y escuelas católicas.
La iglesia era una institución
profundamente odiada por los sectores
populares. Las razones de la
fuerza del anticlericalismo en la historia
del Estado español se tienen
que buscar en el enorme poder
económico de la Iglesia (a principios
de siglo controlaba un tercio
de la riqueza total del país), de la
cual hacía ostentación con casi 400
conventos sólo en Barcelona y su
fusión con capitalistas y terratenientes.

Además hacía funcionar sus
negocios con mano de obra esclava
(huérfanos y monjas), con lo cual
presionaba a la baja los salarios de
todo el mundo. Así lo explicaba José
Comaposada, participante en la
Semana Trágica. «¿De dónde proceden
tan cuantiosos capitales? Ya
lo hemos dicho: en su inmensa mayor
parte de la doble e inicua explotación
que en estos edificios se realiza,
de la que tocan dolorosas consecuencias,
no solo los infelices desgraciados
a quienes el fatal destino ha llevado a aquellos antros, sino a
miles y miles de obreras de todos los
oficios, obligadas a morir trabajando
día y noche para ganar jornales indignos
por lo bajos, pues por mucho
que se dejen explotar, pesa siempre
sobre ellas como losa de plomo la
amenaza de la confección del convento.

Además, la Iglesia monopolizaba
un sistema educativo concebido
para consolidar las diferencias
de clase. En tercer lugar, históricamente
había sido el centro de la reacción,
contra toda idea de libertad
y de progreso.

Los historiadores no se ponen de
acuerdo a la hora de explicar hasta
qué punto la quema de conventos
fue un movimiento espontáneo o
fomentado por el Partido Radical de
Lerroux, que prefería que los obreros
atacasen iglesias en lugar de
ocupar las fábricas y tomar el poder
político. Unos 80 edificios ardieron
aquella semana. Pero, contra
lo que aseguraba la propaganda
burguesa, se preservó la integridad
de los frailes y monjas y no se produjeron
pillajes. En el convento de
los Jerónimos, de rigurosa clausura,
un grupo profanó las tumbas
buscando las pruebas de las torturas
y asesinatos que las leyendas
populares atribuían a este tipo de
establecimientos. Al ver que todos
los cuerpos tenían atadas las manos
y los pies (como correspondía
a la tradición medieval), quisieron llevarlos
al Ayuntamiento para que los
regidores certificasen los martirios.

La macabra procesión por la ciudad,
a pesar de que anecdótica, se
utilizó después para justificar una
brutal represión.

La represión

Sin objetivos políticos claros, la revolución
comenzó a perder fuerzas.
Llegaron centenares de Guardias Civiles
y el gobierno recuperó el control
de la ciudad. El sábado se liquidaron
las últimas barricadas
en los barrios obreros
del Clot y Horta.
Durante la semana,
decenas de trabajadores
habían sido asesinados
por francotiradores
(«los hombres
del terrado»), pero recuperado
el control, el
gobierno impuso una
represión a gran escalera,
reclamada por la
burguesía catalana,
que antes era burguesa que
catalanista. Hasta noviembre se
mantuvo la ley marcial. Con una
campaña para promover la delación,
más de 2.500 trabajadores
fueron encarcelados en el castillo
de Monjuïch, la cárcel Modelo y la
antigua, e incluso en barcos. En el
resto de Catalunya el número de
presos es incalculable. Cinco personas
fueron ejecutadas, entre ellos
un joven con síndrome de down
acusado de bailar con el cadáver
de una monja. 59 fueron condenados
a cadena perpetua y 175 fueron
desterradas. Todos los locales
sindicales, centros, sociedades
obreras y sedes republicanas se
clausuraron. También las escuelas
racionalistas.

La víctima más conocida fue el
pedagogo Ferrer i Guardia, fundador
de la Escuela Moderna, que no
había estado implicado en la revuelta,
pero se convirtió en cabeza de
turco. La farsa de su juicio y su asesinato
dieron lugar a manifestaciones
en todo el mundo, hasta la
Patagonia rebelde.

El gobierno pretendía imponer un
castigo ejemplar al movimiento obrero,
pero pese a la amplitud de la represión
los mismos trabajadores protagonizarían,
nueve años más tarde
el llamado Trienio Bolchevique. (1)

Un punto de inflexión

La Semana Trágica marca un antes
y un después en la historia de
la lucha de clases española. El sistema
político de la Restauración,
basado en el turno pacífico de conservadores
y liberales en el poder,
en base a las redes caciquiles, entró
en crisis. Alfonso XIII destituyó a
Maura tras la oleada de
movilizaciones en todo del mundo
contra la represión en Barcelona.

La monarquía también renunció a
la campaña colonial, sin haber alcanzado
sus objetivos y preparando
la nueva Guerra del Rif, que empezaría
dos años más tarde.

La revolución de Barcelona demostró
la naturaleza de la gran burguesía
catalana, que abandonó cualquier
intento de autogobierno para
entrar, temerosa de la clase obrera,
en los sucesivos gobiernos de Madrid
con ministros de la Liga Regionalista.

También se evidenciaron los
límites del proyecto del radicalismo
lerrouxista, con unos dirigentes
desprestigiados que se pasarían
abiertamente a la reacción. La incapacidad
del resto de partidos republicanos
fue clara a los ojos de la clase
obrera, y sólo la alianza que les
ofreció el PSOE les permitió mantener
una influencia significativa hasta
la proclamación de la II República.

En el seno del movimiento obrero,
el PSOE y la UGT ganaron peso
fuera de Catalunya con las campañas
de solidaridad con los
represaliados de la Semana Trágica.

Por el contrario, en Catalunya
no se olvidarán sus dudas y la negativa
a extender el proceso. La
UGT abandonó la Solidaridad Obrera,
acusando a los anarquistas de
violentos. El sindicato quedará en
manos de los anarcosindicalistas,
que a pesar de estar también faltos
de una orientación política, habían
demostrado su combatividad. En
1910 constituirán la CNT, de ámbito
estatal, que se convertirá en la principal
fuerza sindical catalana.

Notas:

1) Entre 1918 y 1921se produjo un
aumento de la movilización obrera y
campesina como consecuencia del
triunfo de la revolución rusa. Además
de las luchas en el campo andaluz, en
Barcelona se produjeron importantes
enfrentamientos entre la policía y el ejército,
a las órdenes del general Martínez
Anido, y obreros anarquistas. La patronal
contrató pistoleros para asesinar a
los dirigentes obreros.
Juicio a Ferrer i Guardia

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