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10 años de revolución en Oriente Medio y el Norte de África. Esperando la tercera ola

, 18 de enero de 2021




El 14 de enero de 2011, tras un mes de movilizaciones masivas y la convocatoria de una huelga general, Zine Abidine Ben Ali, el militar que había gobernado Túnez con mano de hierro durante casi un cuarto de siglo, huía derrotado a Arabia Saudí. Por primera vez en la historia de la región, la lucha obrera y popular barría una dictadura. Pan, trabajo y libertad, eran los gritos que sacudieron la región. El malestar causado por la desigualdad, la corrupción, la impunidad, el peso del ejército y la falta de oportunidades de una juventud tan numerosa como ignorada por los viejos aparatos políticos, estallaban provocando un terremoto en Túnez que dio más fuerza al proceso que había comenzado en Egipto, donde pocas semanas después caía el odiado mariscal Hosni Mubarak. Como un movimiento sísmico, la ola revolucionaria tenía réplicas a Libia, Bahréin, Yemen e incluso en Siria, donde Bachar Al Asad hizo realidad su lema "o yo o quemo el país".

Desde el primer minuto, el imperialismo y las burguesías de cada uno de estos países se pusieron en marcha para detener la ola revolucionaria que buscaba libertades y otra salida a la crisis económica capitalista de 2008 -como hacían los indignados en la orilla norte del Mediterráneo o en Estados Unidos. Querían volver a tapar la olla y someter el norte de África y Oriente Próximo al expolio y el silencio. Solo en Túnez esta reacción fue en forma de una transición democrática para encauzar el proceso a través de instituciones burguesas, que se han visto forzadas a mantener unos frágiles espacios de libertad, pero queda pendiente el cambio que mejore las condiciones de vida de la mayoría, un cambio que hoy se sigue reivindicando en las calles en forma de manifestaciones y huelgas generales en las regiones empobrecidas del interior. En el resto de países el sueño de libertad y justicia social fue ahogado en sangre, con un reparto de tareas de las potencias. En Bahrein y Yemen fue el ejército de Arabia Saudí, en Libia con la ayuda de la intervención de la OTAN ... Y la contrarrevolución se acabó imponiendo a un precio salvaje: hoy en Siria y Egipto hay cientos de miles de muertos y de presos políticos y la situación es mucho peor que en 2011.

Ahogar la revolución siria, que amenazaba no sólo el régimen más opresor de la región sino la estabilidad del conjunto de Oriente Medio, era una cuestión estratégica para las potencias regionales (Irán, Arabia Saudí, Turquía e Israel); Estados Unidos, que entonces intentaban salir del avispero de Irak, no se podía permitir perder aún más el control en la zona y Rusia quería aprovechar la ocasión para dejar claro que no se la puede marginar en el tablero internacional. Y todos querían evitar el ejemplo de una revolución triunfante en el corazón de Oriente Medio, que podría tener consecuencias incalculables. Cada uno desde sus intereses maniobró contra la revolución, con el resultado de un baño de sangre que no sólo debía servir para aleccionar al pueblo sirio: debía ser un aviso a navegantes. "Si osas levantarte, acabarás como los sirios, con cientos de miles de muertos y la mitad de tu gente en el exilio", era el mensaje.

"A los sirios nos decían que si nos levantábamos contra el régimen acabaríamos como Somalia ... después de nuestra revolución, la amenaza contra todos los pueblos de la región fue que se convertirían en una nueva Siria", me contaba hace unos días la activista Zaina Erhaim, que volvió a Siria para sumarse a la revolución la primavera de 2011 junto a Razan Zaitouneh, la abogada defensora de los derechos humanos que fue apuntada por el régimen y secuestrada después por un grupo integrista. La guerra en Siria cumplirá diez años en marzo como el conflicto más sangriento del siglo y el régimen de Asad, que ha vendido el país a la ocupación de Irán y sobrevive militarmente gracias al apoyo aéreo ruso, sólo puede mantenerse en el poder con una represión feroz.

Siria debía ser el cortafuegos a la ola revolucionaria, pero se equivocaron todos los que emitieron su certificado de defunción en forma de "invierno islamista". No fue una "primavera árabe", porque sus transformaciones, a pesar de todo, fueron mucho más profundas y complejas que las del Este Europeo -y porque tampoco fueron árabes, sino que las minorías en la región como los pueblos kurdos o amazigh también tuvieron un papel protagonista. Y tampoco el tan cacareado "invierno islamista" supuso el final. La ola revolucionaria que comenzó en Túnez en diciembre de 2010 fue el inicio de un tsunami social y político con una onda expansiva larga y compleja. Un proceso contradictorio en el que la dialéctica entre la revolución y la contrarrevolución aún no ha dicho la última palabra.

Cuando muchos ya habían dado por muerta aquella mal llamada "primavera árabe", en 2019 llegó una segunda ola desde Argelia a Iraq, pasando por Sudán y el Líbano. Nuevamente millones de jóvenes y trabajadores volvieron a salir a la calle contra el poder militar, contra la corrupción, contra sistemas políticos sectarios. Una segunda ola que tenía un fuerte componente político y que había aprendido de los aciertos y los errores de la primera. Porque las causas del malestar persistían y se habían agravado y que los regímenes no sabían dar respuesta y continuaban aferrándose ciegamente el poder. La corrupción y la falta de libertades, la crisis económica y el agotamiento de los modelos basados ​​en los hidrocarburos, la falta de reformas y el rápido crecimiento demográfico continúan marcando profundas líneas de fractura en un capitalismo que cada día tiene menos margen de maniobra para ni siquiera calmar la protesta con las migas del pan.

Esta segunda ola se cerro en falso este año con la pandemia. En Argelia fue el mismo movimiento del Hirak contra el poder militar que impidió el quinto mandato de Buteflika quien decretó una "tregua sanitaria" para evitar la propagación del virus. En el Líbano la brutal represión de las protestas tras la explosión de Beirut ha vuelto a silenciar las calles. El pueblo argelino vuelve a tener un presidente viejo y enfermo que se marcha a curarse al extranjero y las maniobras de reacción democrática para cambiarlo todo sin que nada cambie han sido un rotundo fracaso que se ha evidenciado con los bajísimos niveles de participación en tanto a las elecciones presidenciales como el referéndum constitucional. En el Líbano el régimen no encuentra más opciones que volver a poner a Saad Hariri al frente del gobierno, el primer ministro contra quienes estallaron las protestas en octubre de 2019. En Irak, después de los más de seiscientos asesinados a manos del ejército y las milicias, vuelven las protestas contra la inflación. Los regímenes han aprovechado la tregua para incrementar la represión en lugar de poner todos los esfuerzos en detener la pandemia.

Habrá más movilizaciones en Oriente Próximo y el Magreb y los regímenes que se aferran al poder continuarán acumulando fracasos e ilegitimidad. La aparente tranquilidad del 2020 en la región es engañosa porque las luchas no han sido derrotadas, sino que se han contenido por la pandemia. Pero nuevamente, las razones de fondo del malestar continuarán, aunque agravadas por el impacto social y económico de la crisis del coronavirus. La gente continuará luchando para tener una vida digna y unos gobiernos que garanticen servicios sociales y salud y oportunidades económicas. Ahora la pregunta es dónde y cuándo empezará la tercera ola.

Cristina Mas

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